Dijeron que era Mónica su nombre
y, al toparme con ella cara a cara,
la mía un poco más y me la rompe
tal era la violencia que mostraba.
La había yo, infeliz, subestimado,
pues al salir de casa, aunque llovía,
era aguantable, pero, al poco rato,
refugio me busqué, porque, a fe mía,
jamás vi tanta furia concentrada:
la lluvia en oleadas, cabalgando
a lomos de aquel viento huracanado,
me daba insoportables bofetadas.
La gente cobijábase en los huecos
bajo el parco dintel de los portales,
mas las rachas cambiantes eran tales
que allí no era posible seguir secos.
Yo nunca vi tanto paraguas roto,
veíanse después en papeleras,
yo andaba con mi gorro en la sesera,
con sujeción manual, calado a fondo.
Cuando a salvo de Mónica aguardaba
refugiado y decían que ya escampa,
de nuevo me pillaba ella en su trampa,
si a salir del refugio me arriesgaba.
Una vez que a salir me decidí,
armado de valor, tras tanta espera,
mi gorro lo mandó a la estratosfera,
voló y su trayectoria ni la vi.
Ya, tras de esa andanada demencial,
pegado a las paredes de la calle,
corrí y después de cuatro bocacalles,
refugio hallé en un centro comercial.
Tras de hacernos sufrir tales horrores
y de dañar el mobiliario urbano,
a bien tuvo esta Mónica dejarnos.
Conozco algunas Mónicas mejores.
© Xabier Abando, 28/02/2024