Cada noche, me visitan dos guardianas:
lagartijas regordetas que cruzan, una y otra vez,
la malla fina de mi ventana,
ese escudo de agujeros diminutos
que mantiene a raya a los insectos grandes.
Al principio, eran sombras familiares,
pieles frágiles, huesos visibles,
pero se hicieron fuertes,
sus panzas llenas, de tanto devorar lo mínimo.
Con el tiempo entendí:
no son las primeras, otras sucedieron a las de hoy.
Son las herederas de una lucha ancestral,
su dinastía escrita en cazas furtivas,
en noches de luz prendida,
que vuelven a sus patas más rápidas,
a sus ojos más despiertos.
Antes, la oscuridad las hacía perecer,
y yo hallaba sus cuerpos,
pequeñas tumbas en la malla,
reemplazadas siempre por otras, pequeñas,
que retoman la vigilia.
Hoy, en mis noches de vela,
soy testigo de su próspero combate,
de su linaje que sobrevive,
mientras yo también, a su lado,
vigilo y observo la danza,
el perpetuo ciclo de su lucha silenciosa.