En la senda de la vida, a veces nos encontramos,
con sombras de rencor que en el alma se esconden,
y furias que, cual olas, en el pecho resuenan,
ira que, como fuego, en el corazón arde.
Más hay una luz, un faro divino,
que guía al perdido por mares de calma,
Jehová, el eterno, escucha el suspiro,
de aquel que en oración busca su alma.
No es con milagros que limpia nuestras faltas,
sino con la fuerza que en la fe se halla,
para domar la ira, la furia, el rencor,
y en su lugar sembrar amor.
Porque aunque arraigados estén estos males,
como árboles viejos en tierra ancestral,
con esfuerzo y fe, podemos cortarlos,
y plantar en su lugar un jardín espiritual.
Así, tras el bautismo, la lucha no cesa,
es un viaje constante, de esfuerzo y de fe,
donde cada defecto que en nosotros pesa,
se convierte en lección, en fuerza, en crecer.
Hablemos pues con Jehová, en sincera plegaria,
del defecto que nos aqueja, que nos ata,
y con la certeza de ser escuchados,
encontraremos la paz, seremos liberados.
Porque Él no nos deja, no nos abandona,
nos da la fortaleza, la paciencia, la corona,
de una vida sin cadenas, sin la vieja personalidad,
una vida en su luz, en su amor, en su verdad.
Evitemos pues todo lo que a la ira alimente,
cualquier cosa que a la furia incite,
y no dejemos que nuestra mente,
en deseos erróneos se deleite.
Que nuestros pensamientos sean puros, elevados,
como estrellas en el cielo, brillando en lo alto,
y que nuestro corazón, en amor anclado,
sea reflejo de Jehová, su bondad, su encanto.
Así, en conformidad con nuestras oraciones,
actuaremos con amor, con divinas acciones,
y aunque la vieja personalidad a veces asome,
con Jehová de nuestra parte, que nada nos desplome.