A lo fácil, el próximo escrito
lo elaboro más, me lo prometo.
Voy a lo fácil, a, convirtiendo letras
en palabras sobre el blanco impoluto
de esta página, explicar el silencio
que precede necesariamente al acto
creativo, a narrar cual diario cómo,
apoyando los dos antebrazos en el borde
punzante de la mesa escritorio, derramo
la tinta inmarcesible de este pc contando
las aristas de ese silencio, la concentración
consecuente hacia no sé que hados que,
a modo de auriculares de radio, dictan
lo que debo escribir sin más protesta
que la obediencia ciega y sumisa,
y me limito a alinear la mente,
a conectarla a una suerte de güifi sideral
o imaginario que me haga bailar los dedos,
y que la tinta se haga río caudaloso, fértil,
que anegue mis campos cual Nilo feliz
de faraones y compruebo que, si no entro
en preocuparme de si es suficiente o no
la dotación acuosa de mis manantiales,
la historia se va escribiendo sola sin atender
a planes ni a guiones previos, como si, contra
pronóstico, hubieran libros apilados en cierta
biblioteca interior perdida entre las vísceras.
A lo fácil —vuelvo a la frase inicial para sentir
que controlo este río—, y ahora ya es tarde
para cambiar la filosofía de esto que perpetro,
y, aunque no prometo ni un euro, me convoco
encarecidamente a forzar mi estro, a ponerlo
a prueba y someterlo a una adecuada piedra
de toque la próxima vez.
No arriendo mis ganancias...