Esta vez no hablaré de las estrellas
ni de aquél árbol seco al que la luna
le dibuja nostalgia a contraluz,
de las tímidas gotas de rocío
que se aferran al borde de las hojas,
temblorosas, con miedo de caer...
Hablaré de las cosas imperfectas.
La belleza imperfecta que descubro
en la negra, alargada y terca nube
que se cuelga del cielo anaranjado;
en los pasos endebles de un infante,
en las filas de hormigas que recogen
las migajas que caen de la mesa.
En las olas –ausentes de la playa–
que se quedan, deshechas, en las rocas.
En la tela de araña que se ha roto
por las ansias de vida de un insecto.
Y la encuentro las veces en que observo
el errático vuelo que describen
las libélulas sobre el agua quieta;
o ese rayo de sol que –en las mañanas–
me despierta al filtrarse en las rendijas.
El reloj que se atrasa y nos regala
un poquito de vida, según creo.
¿Puede ser imperfecto lo intangible?
Las miradas que –a causa del cansancio–
ya carecen de brillo y que nos lanzan
el mensaje cifrado de una súplica.
No lo sé, pero veo la belleza
en la forma imperfecta de las cosas.