En el vasto tapiz de la humanidad,
se entrelazan hilos de incontables matices,
cada uno portador de historias, de sueños,
de esperanzas que palpitan al unísono
bajo el cielo de un Creador benevolente.
Predicamos, no con palabras vacías,
sino con el fervor que nace del amor genuino,
ese que no distingue rostro ni linaje,
ese que fluye libre como río en primavera,
llevando consigo el polen de la verdad
para germinar en los corazones dispuestos.
Nos convertimos en jardineros de almas,
cultivando con ternura el entendimiento,
regando con compasión las semillas de fe,
y viendo florecer, en el jardín divino,
la fraternidad que abraza toda existencia.
En el servicio a nuestros hermanos,
hallamos la esencia de un amor más grande,
ese que se preocupa, que se desvela,
que tiende la mano en la noche oscura
y enciende faroles de esperanza y consuelo.
Con cada acto de bondad, cada palabra de aliento,
somos arquitectos de puentes invisibles,
que unen las orillas de nuestras soledades,
y nos recuerdan que en el amor de Dios,
no hay extranjero, no hay forastero.
Oramos, no como ritual vacío,
sino como el susurro íntimo del alma,
ese que busca el oído atento del Padre,
ese que se eleva desde la profundidad de nuestro ser,
y se convierte en melodía en el viento celestial.
Porque en cada ruego, en cada lágrima,
en cada risa compartida y cada carga aligerada,
resuena el eco de una promesa eterna,
la de un amor que trasciende el tiempo y el espacio,
y nos une, en un abrazo infinito, con lo divino.