En el rincón sombrío de una estantería,
un libro reposaba en lenta agonía,
cubierto de polvo, olvidado en el tiempo,
su voz callada, su sabiduría en el viento.
Había sido testigo de noches febriles,
donde manos buscaban sus letras sutiles,
ojos que brillaban al pasar sus páginas,
como quien descubre un mapa entre montañas.
Recordaba aquel lector, lleno de fervor,
que lo abría siempre con profundo amor,
donde cada palabra, cada frase leída,
era un respiro de la vida contenida.
Pero ahora el silencio reinaba en su ser,
no sentía el peso de aquel que, al leer,
descifraba en él los secretos del alma,
ahora solo quedaba la ausencia, la triste calma.
Hasta que un día, entre polvo y penumbra,
aquellas manos volvieron, cargadas de sombra,
y el libro vibró, mas no como antaño,
su lector había cambiado, su rostro era extraño.
Y al fin lo abrió, buscando respuestas,
sus ojos hallaron las páginas honestas,
pero con un suspiro, y un temblor en el pecho,
descubrió, con tristeza, el eco ya hecho:
Era la Biblia… ¡aquella tan leída!
Y sintió en su alma, la melancolía,
pues había olvidado, entre el mundo y el ruido,
el único libro que es vida y esperanza, para el perdido.