En la memoria, ese jardín desordenado,
el tiempo deja sus libros abiertos,
y las risas cruzan los días
como notas sueltas en un pentagrama.
Allí, donde la infancia tenía un horario
de cielos inmensos y canciones breves,
los minutos aprendían a volar
en los patios callados del mediodía.
Las tardes eran trincheras de abrazos,
de juegos que olvidaban el reloj
y de sueños que, sin querer,
dibujaban el mapa de un futuro incierto.
Los juegos confundían los calendarios,
una cometa atada al cielo radiante,
y la alegría era un incendio manso
que ardía lento, sin miedo al tiempo.
No hay tristeza en lo que recuerdo,
solo ese vértigo dulce de entender
que cada rincón guarda sus milagros
y que en el olvido siempre hay latidos.
Así sigo, en esta ciudad que me inventa,
paseando por las esquinas del pasado,
porque el ayer es una llave secreta
que abre las puertas del mañana.
José Antonio Artés