Tu emancipación —esa fiebre de los cuerpos—
tiene el mismo filo que el de quien se libera
de miedos triviales,
tan comunes como el tiempo que golpea sin piedad.
La culpa, esa sombra en los actos,
se queda contigo, aunque la devuelvas en caridad,
aunque devuelvas lo que hallaste en el camino.
Porque la culpa nace de tus manos,
de tus propios pasos sobre la arena,
y el acto de querer borrar la huella
es, aunque inocente,
un imposible.
Tendrías que hacer retroceder el mundo,
un reloj sin manecillas que vuelve a su origen,
pero el tiempo no escucha ni vuelve:
se nos va como el agua entre los dedos,
y todo lo hecho queda,
en el eco de una habitación cerrada.