Romey

Fragmentos de un relato en proceso

Ela acababa de entrar en el cónclave. Tras haber cerrado la puerta con pestiyo, se encaminó al gran salón, donde se suponía debía esperarla aquel chico misterioso que había conocido en el mercado la mañana del día anterior. Fuera la noche estaba en su apogeo, pero el entorno cálido y luminoso de la lujosa casa de la familia de su nuevo amigo la hizo olvidar el frío y la oscuridad sentidas hace nada mas que un instante. Pronto se encontró sobre los brazos de aquel joven que tanto se asemejaba a Rai, pero que, a diferencia, hacía gala de inmensas riquezas materiales y de una parquedad de ideas y palabras que rozaba la estupidez. Se acostaron juntos y Ela gozó de un cuerpo firme como otras veces, aunque despues del rápido coito él se sintió intimidado por la deslumbrante presencia de eya en su territorio y mantuvo un silencio incómodo que la instigó a dormirse, cosa que no pudo conseguir, pues la culpa la atormentaba, y seguía pensando en qué estaría haciendo el sonámbulo de Rai a esas horas.




El cornudo Rai acabó de escribir un fragmento de su segunda novela mientras aquel petimetre insolente vertía el blanco escupitajo de su pene en el níveo vientre de la princesa de un reino sin nombre. Ahora pensó en ir a acostarse, pero le faltaban ganas, así que de un salto cuántico se posicionó en la atalaya de la primera torre de guardia, acompañado por su siempre fiel y honorable escudero Lancelot, y estuvieron platicando acerca del planteamiento preliminar a la escaramuza y tretas diversas, fumando en pipa algún potente estimulante y tomando buena bebida hasta que les sobrevino el amanecer. Como si fuese una naranja apretada por una mano invisible, el Sol desparramó su zumo en las ya yameantes atalayas de tres de las siete torres de guardia, y mas atrás las bruñidas montañas con sus abruptas laderas rocosas y sus vértices de imponente compostura atrajeron ineludiblemente la candente mirada del rey, quien, a la vez, buceaba en un mar de revueltos pensamientos inducidos por el exceso de ginebra galopante en su sangre, con ese ardor glacial (muy parecido al que velozmente recorre los miembros casi inertes de aqueyos indefensos seres que nada esperan si no el momento de caer derrotados ante la muerte) atravesando del oriente al poniente el fuerte de su corazón cual ráfaga de flechas envenenadas de amor.