Confieso que estoy viviendo...
Había un escollo, como un nudo
tan trenzado que apenas la habilidad
de sus dedos daba con la solución,
y un desconcierto —aunque leve—
se iba haciendo dueño del aire.
Una especie de socavón sobre el transcurrir
de un camino que, de tanto trillado, el polvo
se iba haciendo núcleo de su amalgama.
Tuve que esquivarlo, y el rodeo a dar
era tan largo como buena parte del largo
del camino que estaba principiando, y es
que saltar el espacio vacío que este generaba
se hacía casi hazaña de un atleta y yo, sí,
no disfrutaba, ni todavía disfruto, de la dotes
gimnásticas suficientes para franquearlo.
Y para más inri —pienso en esta serenidad
que al cabo me acompaña— a lo lejos, en el punto
donde la perspectiva cifra la existencia del camino,
no era adivinable ningún futuro juntos, binomio
posible frente al quizá de lo que nos esperaba.
Veía en mi prospectar una nebulosa, no me veo
contigo decías, y la tormenta amenazaba granizo
en un pronóstico que no parecía que fuese a fallar.
Fue una liberación, y sigue siéndolo tras el fluir
de la vida desde entonces, y toca aseverar, gritar
a los cuatro vientos, que el logos maquina cada
una de nuestras existencias cual reloj suizo, sí,
y es el pensamiento que nos acompaña en ese
transcurrir, en esa sucesion estacional, quien
marca la sustancia kármica de esa lógica.
Seguir, seguir sin pausa,
el camino allá delante flecha
marca hacia el horizonte, y,
en medio del abismo una luz,
a veces tiniebla, trae un signo
a colación, y residuo oseo
de lo que fue y tal vez hubo sido.
Seguir, sigo, sigues, y una casa,
en medio del follaje, establece,
Dios mediante, un centro neurálgico,
un punto de inflexión donde colocar
la púa del compás y dibujar circunferencias,
y es dentro de él donde, a modo de sino,
aposentarse debe el resto de lo que queda.
No me veo ahora, dices; te entiendo, digo, y
siempre y por siempre estaré dentro,
en una sombra que carece de previa luz.
Ayer me escribiste algo...