El agua de la imaginación canta en el cielo,
mientras duermen en mis manos, como en una cuna,
hojas que el otoño va olvidando.
No quiero volar en vano entre el discreto río de las estrellas
ni cerrar los ojos al delirio que clama en la médula de las ciudades inertes.
Canta el gallo rojo de Chagall en el desconcierto
de la noche que trae la leve ausencia.
La fuentecilla, agitada con la espuela del viento,
me recuerda el vuelo misterioso y fugitivo de la lluvia
emborrachando tu piel de colores y formas,
que convergen en esa gran región donde el amor
esconde su fundido acero.
No me ciega el deseo de los poderosos días
en los que no existía la incertidumbre.
Alzo los dedos y desclavo años
de la colección de sombras níveas
que habitan tras los cristales,
donde mueren de pie y sin tristeza.
Miro con ojos extraños el pasado.
Me siento en el borde del ayer.
Invento alas y huyo como un pájaro inútil
que se sorprende y maravilla
de la calma de sus plumas rojas...
¡Venecia!... con el gallo
rojo de Chagall
al fondo.