A la entrada de mi mente,
sobre las gradas del atrio,
hay angelitos de piedra
sentados. ¡Y están jugando!
Uno baraja los naipes.
Otro reparte los dados.
Y una muchacha de nácar
con los cabellos dorados
y los ojos sin pupilas,
mira horizontes opacos.
¡Tiende esa sábana blanca
que llevas entre las manos!
Sacúdela por el aire
y tiéndela por el prado
que cubra las esperanzas
que un día dejé soñando
y que no quiero que acaben,
pasto de un cuco taimado.