Me he subido a un puente tal alto como una montaña.
Extendí mis brazos al aire, como las aves hacen con sus alas; y por un instante me sentí libre, ligero.
Cerré mis ojos para apreciar la sensación más placentera que mi cuerpo haya experimentado jamás; salté al vacío sin pensar.
Cuando mis pies dejaron de apoyarse por la cabecera de aquel puente, viajaba directo a mi muerte.
Nadie se dio cuenta; todo lo hice sutilmente, sin sospechas; el cansancio y mis frustraciones ya me hacían mellas.
El aire pasando por mi cuerpo descendente era frío y de repente tibio.
La brisa suavemente acariciaba mi cara; mi cuerpo de a poco se paralizaba.
No abrí mis ojos en ningún momento; caía rápidamente, más todo parecía muy lento.
Toda mi vida pasada, presente y hasta mi futuro se manifestaba en mi mente.
Tarde para arrepentimientos, tarde para reacciones, el último suspiro estaba a punto de expirar.
Algunas lágrimas en forma de gotas iban cayendo al agua, y la gente que acababa de llegar me observaba.
Observaban esa macabra escena, horrorizadas; algunas voces a lo lejos escucho que me condenaban.
No las culpo; también tendría esa sensación sabiendo que alguien se está lanzando para desaparecer en lo profundo.
No soy cobarde, tampoco soy un loco, menos un tonto; el fin del vuelo llega a su fatalidad poco a poco.
Al poco rato una explosión rompe mis huesos, indoloro, colapsan mis pulmones, ya no sirven las plegarias, tampoco los rezos.
Se me va la vida en cada bocanada; me despido en silencio; mi muerte no es un misterio.
Me voy solo, rendido, molesto, sin salida y sin remedio, a quien le importarán las reflexiones de un suicida.