La ciudad despierta, gris y silenciosa,
como un fantasma
que recorre la acera.
El trabajo espera,
un gigante de cemento,
y la melancolía
se instala en el alma,
una lágrima silenciosa
en el café amargo.
Las horas se deslizan, lentamente,
como el humo
de un cigarrillo
en la tarde.
Un pensamiento fugaz,
un recuerdo del pasado,
se asoma en el laberinto
de la mente,
y la melancolía
se cuela entre los dedos,
un vaho de invierno
en la ventana.
El amor, un pájaro herido
en el cielo de la rutina,
busca un refugio
en la penumbra del hogar.
Se aferra a la esperanza,
como una rama seca
que se resiste al viento.
La ternura, un oasis
en el desierto del alma,
se nutre de la comprensión
y la compañía,
pero también de la nostalgia
de un tiempo perdido.
Y al final del día, la melancolía
se acuesta en la almohada
junto a la esperanza.
Sueños fugaces,
como mariposas nocturnas,
revolotean entre la tristeza
y el anhelo.
El cuerpo se rinde al cansancio,
pero el corazón sigue latiendo
al ritmo de la melancolía cotidiana.
El trabajo, la rutina, la ciudad,
tejen una tela de melancolía cotidiana.
Pero en el corazón, aún late una llama
que alimenta la esperanza de un nuevo día.
Autor: Eduardo Rolón