El ocaso despliega su manto, y en sombras se enreda,
mi habitación se convierte en un altar de lo ausente.
Aquí, donde el aire pesa con el eco de tu risa,
te busco en cada esquina, entre recuerdos latentes.
Las paredes murmuran secretos que nunca se dijeron,
y en el silencio resuena tu nombre como un canto.
Eras la melodía dulce que cantaba cada mañana,
ahora, un suspiro quebrado, un frío que nunca espanto.
Las fotografías en la mesita son ojos que observan,
con miradas que me atraviesan, un diálogo sutil,
son risas congeladas en el tiempo de un instante,
son sombras danzantes de un amor que fue febril.
A veces, en los sueños, vuelves a ser real,
nos encontramos en un jardín donde el sol nunca se apaga.
Susurros de promesas flotan en el aire enrarecido,
pero al despertar, solo queda el frío de la carga.
Eras la brisa en mi ventana, el fuego en mi pecho,
el refugio en la tormenta, el faro en mi desvelo.
Hoy, solo una sombra camina en el suelo de mi ser,
un fantasma que susurra en la penumbra del duelo.
Cada lágrima que cae lleva tu nombre compartido,
y en el espejo, incluso su reflejo se siente ausente.
El rincón donde solías reír es un eco vacío,
un espacio que ha aprendido a latir con el presente.
En la soledad, me aferro a los recuerdos suaves,
a cada caricia robada bajo un cielo brillante.
El amor se transforma en un perfume olvidado,
que viaja en las notas de una canción distante.
Así, la noche se despliega, envolviendo mis pensamientos,
un manto de estrellas que susurra tu legado.
Eres el fantasma en mi habitación, un amor que perdura,
entre las sábanas del tiempo, siempre a mi lado.
Y cuando la luna asome, en su pálido esplendor,
sabré que no estás lejos; aún cuidas de mi voz.
Un amor eterno que resuena en cada rincón,
haciendo de mi soledad un canto de dos.
El fantasma de mi habitación, no se siente como pena,
sino como un abrazo suave, un reflejo que no miente.
Tú seguirás viviendo en las historias que celebro,
en cada latido mío, en cada suspiro doliente.