El Banco de Encina
Atardece y majestuoso
se esfuma junio de prisa
y engalana al firmamento
su fastuosa luz cobriza.
El astro rey se ha fugado
y en recóndita guarida,
del otro lado del mundo
vive así su doble vida.
Se fue cauto y silencioso
y en su sigilosa huida,
lágrimas dejó en mis ojos,
doradas, púrpuras, lilas.
Y a la par de mi tristeza
trocada en melancolía,
gimiendo en su oscuro duelo
llora esta tarde plomiza.
Tú y yo aquí en el mismo parque
y el mismo banco de encina
somos ya otros personajes
en circunstancias distintas.
Casi diez años pasaron
de la escena de aquel día
cuando, audaz y apasionado,
te robé un beso a hurtadillas.
Fui aquí dueño de tus manos,
de tus labios, de tu risa,
de tus ojos de insondables
y abismales negras simas.
Y en este, nuestro escondrijo
de embeleso y tanta dicha,
hoy nos hemos encontrado
y ha de ser la última cita.
Espejos rotos al suelo
lanzó la fugaz llovizna,
se oye el eco de un silbato
de un tren en la lejanía.
Y el flamboyán vanidoso,
despeinado por la brisa,
de perfumados mosaicos
rojizos, vistió la esquina.
Me has citado y tu mirada
me habla sola por sí misma.
Se te nota, te has hastiado
y estás aquí, decidida
a romper con nuestros lazos,
a irte lejos de mi orilla
y hacer añicos los sueños
de un corazón hecho trizas.
Vuelan tus frases al viento
y en mi angustia desmedida
te oigo decir que se ha muerto
aquel idilio y que ansías
saberte libre y distante,
cruzar fronteras prohibidas
pues ya no me amas y el tiempo
trastocó lo que sentías.
Que prefieres que te entienda,
que no quieres más mentiras,
que acepte al fin tus razones,
que no rasguñe mi herida,
que la ilusión se ha esfumado
y ha anidado la rutina,
que he de hallar un nuevo empeño
y olvidarte a sangre fría.
No alcanzo a decir palabra
y aunque está mi frente altiva
percibo un río salado
serpenteando en mis mejillas.
Y procuro contenerme
porque el momento amerita
de fortaleza y sosiego,
de calma y de gallardía.
Te oigo hablar, mas, no te escucho,
mi atención vaga perdida
en mis memorias de antaño
y en detalles de aquel día.
Reconozco este enlosado,
me trajo el eco de prisas
la mañana en que tus pasos
te acercaron a mi vida.
Me pregunto si recuerdas
que la madera pulida
y pintada de este banco
tiene huellas escondidas:
par de nombres enlazados
que una navaja furtiva,
en un corazón flechado,
grabó por siempre en la encina.
Llevabas traje entallado
y un cinturón con hebilla,
zapatos de cuero negro
y carmesí en tu sonrisa.
Llegaste ante mí flotando,
mariposa toda henchida
de ternura, aquel domingo
rebosante de alegría.
Y aquel ángel de la fuente
regalaba agua bendita
y un sinsonte en los arbustos
su trino de oro ofrecía
y al fin, mis manos volaron
a las tuyas, florecidas
y así llegó el primer beso
y así perdí el alma mía.
Tu voz sigue enumerando
tus motivos todavía
y te frustra mi silencio.
Quizás tú preferirías
que te cubriera en reproches,
que explicaciones tardías
te exigiera, desde el pecho,
mi mutismo en su agonía.
Pero siento que fenezco,
que en arenas movedizas
se ahogan, mudos, mis anhelos
y mi fe se hunde, vencida.
Callo en mi adiós y perplejo
beso tu frente querida,
tu rostro amado contemplo
y te guardo en mis retinas.
Y al final, trémulo, estrecho
tu mano en mi despedida
y a paso lento me alejo
y me pierdo en la avenida.
Y no sé por qué sospecho
que, a solas tras mi partida,
rogará tu Amor deshecho
perdón al banco de encina.
Carlos Estrada Monteagudo