Nadie puede hablar
de sí mismo deprisa.
Si hablo,
las flores sueltan
al aire un perfume,
los calamares
emergen a por plancton
al desayuno, y las ballenas,
desnudas, ocultan su pudor
detrás de un ballenero.
Si hablo,
un eco, alto,
resuena como badajo
de una campana, y si
miras de repente,
como de sorpresa, nace
un sonido, un como canto
de sirena en una iglesía,
y una feligresía que sale deja
de creer en lo que antes creía.
Si hablo,
el paisaje, aludido,
me acoge cóncavo, me asume,
me cobija en su incomprensión
sin dejarme a merced de nada,
de ninguna ola a destiempo,
de ningún cocodrilo del Serengueti,
de esos que esperan la hora punta,
la del gran desfile de carne rayada
que se repite cada misma fecha,
cada mismo día, cada estación,
cada nuevo año, y no falta nunca,
como no falta el sol en la ventana
de mañana a las ocho, como nunca
un desayuno humeante, y una luna
que ilumine la oscuridad de repente.
Si hablo,
la vida huye, se agazapa,
se queda esperando tras un risco,
y cuando termine de locutar, agostando
la calidad precedente del silencio,
saldrá y aclarará el misterio, el por qué
de lo que sucede, el paradero perdido
del ser que llena cada palabra, y, tras
su puesta en escena, tras su performance,
rehuirá donde estuvo a salvo, libre,
al margen del qué dirán y zarandajas
del estilo, y se irá hundiendo, poco a poco,
en la tierra que la vio nacer, hace lustros.
Si hablo,
todos callan, y ese
es el inconveniente, el problema...