La cámara, rugosa, captura la hebra líquida y engalanada de la noche,
manos tan gentiles que alcanzan el cielo romano del querubín.
Mi pecho acuático, noble, abre su coloquio mensajero
como un rechiflar pareado.
Allí, las caricias verdosas de los lazos de Diana y los ribetes en espirales
ondulan inmutablemente la conciencia sellada del trino;
allí, la figura de un suspiro esquivo
erosiona el oropel deslucido de la retina, y el corazón, orillado
por colores serenos, atardece en su canosa nostalgia consumida.
¡Saluda, solemnidad de vasta espesura! La cámara, rugosa,
de la hebra líquida y engalanada de la noche es un sonido
tan bronceado que no expira,
es un helecho pensador y descolorado que triunfa como la alegría,
invadiendo mi entorno con lumbres frías de una frescura divina,
en la colina de este sueño de menta y resina.