Aquí nací,
entre la voz del viento y el canto del río,
donde la luna acaricia las montañas
y el sol despierta al maizal dormido.
Mis raíces son profundas,
como los árboles viejos en la plaza,
donde las manos de mi abuela tejieron la historia
y mis pies de niño jugaron sin prisa.
Cada esquina guarda un secreto,
un saludo, una sonrisa de vecino,
y en cada rincón del campo late un recuerdo
que crece como fruto en el camino.
Soy de la tierra húmeda después de la lluvia,
del aroma a café recién colado,
de la cosecha que llega con el esfuerzo
y del abrazo que siempre ha esperado.
Mi gente es noble como el barro fresco,
sencilla como la flor silvestre,
y en sus ojos brilla esa luz eterna
de quien sabe que el amor nunca se pierde.
Aquí aprendí que la vida es un canto,
que el trabajo es sagrado, como un rezo,
y que en los silencios del atardecer
habita la paz que tanto busco y merezco.
Y aunque el tiempo me lleve lejos,
como un ave que vuela sin rumbo ni guía,
en mi pecho llevaré por siempre
el latido constante de esta tierra mía.
Porque soy hijo del campo y su esperanza,
de la familia que vive en cada palabra,
y en mi voz, como un eco que nunca se apaga,
vive el recuerdo de mi querencia amada.