Los fríos sábados por la mañana,
cuando no hay colegio para pingüinos
y descansa mi maestro,
un oso polar muy listo,
licenciado en geografía
de icebergs y constelaciones,
me quedo en la cama soñando
que hago música
con los témpanos de lúcido cristal
que cuelgan del tejado de mi casa.
Sueño con que pesco con mi nueva caña,
de la que cuelgan hilos de plata
con los que hago cosquillas
a los pececillos despistados
de su familia.
Recuerdo en sueños el día
que me extravié yo
mientras hacía gélidas piruetas
con mis patines nuevos cerca del bosque.
Y sueño, sobre todo sueño
con que mi mamá pingüino
me manda
desde ese cielo rosado,
entre grises y amarillos,
donde van algún día
los pingüinos mayores,
besos escarchados de tibia fruta
y escarabajos blancos
de cálido azúcar de caramelo,
con sabor a cariño
tostado al fuego lento
de sus caricias.