En el cementerio viejo, un brujo sombrío
susurra tormentos que hielan el corazón,
mientras sombras mudas tejen su desvarío,
torturando a las almas de eterna prisión.
En el espanto ciego de la noche negra,
unos cuervos de fuego vienen a graznar;
de sus podridas bocas vomitan pelagra
sobre los malditos que rabian su penar.
Los pasos se arrastran entre las tumbas frías,
ánimas errantes lanzan sus alaridos,
de vivencias rotas y codicias baldías,
por el oro robado en tiempos preteridos.
Los muros empedrados guardan los secretos,
de tenebrosas confesiones delatadas;
las lápidas esconden viejos manuscritos
de las insufribles crueldades confesadas.
Por los ásperos pasillos del frío suelo,
se arrastra el pesado ferro de una cadena;
los altos cipreses cuentan su infame duelo,
con un fétido hedor a sangre que envenena.
El tormento de un loco sacude su mente,
que se ahoga en el llanto de un remordimiento,
buscando la venganza que grita impaciente,
en el pozo profundo de su sufrimiento
Bajo la luna roja, la noche despierta
con un grito sofocado en el aire frío,
por el cuchillo atravesado en la garganta
del inquisidor que confesó su delirio.
En el gran panteón de sangre yerma se oyen
duros quejidos de torturas ya olvidadas.
Bajo las losas de mármol, los huesos piden
la falaz redención de sus almas penadas.
Y ya basta de estos sustos y espantos
que la vida es tan solo un par de tangos,
y la muerte un alegre paso doble,
de costumbre tan sana como noble.