Sus ojos, dos violetas húmedas,
brillaban con la luz del
atardecer,
reflejando el azul del cielo
y el aroma de su alma.
La piel, tersa como pétalos
de rosa, un lienzo donde la
belleza se pintaba,
y cada sonrisa,
un amanecer de esperanza,
que iluminaba mi camino.
En su cesta, un jardín de aromas,
cada flor, un susurro de pasión,
y su voz, un canto de melodías
que mi corazón aprendió a amar.
Frente al teatro, bajo la luna
plateada, su silueta se
perfilaba, una diosa,
un ángel que me cautivó
con su belleza, la violetera,
mi musa, mi inspiración.
En cada violeta que me ofrecía,
sentía un latido de esperanza,
un deseo que se convertía en amor,
un murmullo de pasión que crece
con cada paso.
Y al verla, con su cesta llena
de flores, suspiré,
deseando que mis sueños florecieran,
que ese perfume de violetas,
me guiara hasta su corazón.
En sus ojos, un mar de azul
profundo, un cielo donde
mi alma encontró su hogar.
La violetera, mi amor, mi destino.
Autor: Eduardo Rolón