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Fue un día de cristal intacto,
clarísimo, sin crepúsculo ni aurora...
Hubo en un año… un día que duró muchos años
y aquel apartado rincón del mundo
era igual que la tierra prometida,
podías estar al lado de las divinidades
siendo testigo de la idolatría del hombre.
También podías ver
el pecado más abominable a los ojos de Dios
o estar al abrigo de los árboles y de las montañas
que detenían con sus inmensas moles
a los inocentes con coraje de león.
En la sutil atmósfera revoloteaban las palomas.
¡Tan ingrávidas, tan sutiles, tan blancas!
Sonaban los balidos del rebaño y el grito de un arriero
y bajo el cielo de su boca
le palpitaban un millar de estrellas…
En las tinieblas quedó el eco perdido entre las ramas.
Como exhalaciones pasaban los remolinos.
Huían, desnudando unos pechos en la sombra.
¡Un cielo repentinamente nublado...!
Gris oscuro. Casi negro.
Huían, cambiando de color por el miedo;
diciéndonos que hubo en un año…
un día que duró muchos años.
Un día de claridad intacta,
sin crepúsculo ni aurora.
Ya de noche, la orilla del río se cubrió de luces,
y de carpas… de vendedores de aceite.
Carpas con telas preciosas y sedas.
Carpas con cálamos de plumas verdes
y brazaletes de caña blanca.
Carpas con esmeraldas, perlas y polvo de oro.
Carpas de vendedores de miel y sal,
de tintes, de pita para hondas y de resina…
Sobre las aguas flotaban los reflejos como rubíes
y los rayos de luna brillaban como diamantes.
Entre las resecas piedras de su pueblo
le llegó el recuerdo de su madre y de su padre.
Y en el ocaso, un pájaro azulado
abrió sus alas y le regaló la noche.
Magia y aliento onírico.
Y él, que era joven,
después de un día que duró muchos años,
regresó siendo viejo,
no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo
de treinta casitas alrededor de un templo.
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