El miedo al disfrute
es hijo del miedo
a la libertad.
—Pablo d\'Ors.
Hubo miedo.
El trance, de película de terror.
De mañana, temprano, cerca
de un promontorio a las afueras
de un cementerio, casi nada.
La lápida marmórea de la primera
tumba —si tomo la referencia
de la puerta sur— se levemente movió
a eso de las once cuarenta y cinco;
el silencio, mortal, el cielo tenebroso,
como corresponde a una noche tal que
esa, todos los santos del treinta y tres,
y el enterrador durmiendo ya, ventana
cerrada a cualquier preocupación, solo,
su esposa fallecida recientemente, un paro
cardiaco en pleno conticinio, un grito que
Juan, el susodicho, lanzó al aire enrarecido
por un estado chubascoso próximo a ocurrir.
Hubo miedo.
Lo vi todo tras un panteón cercano, allí,
al margen de cualquier mirada, ni un alma
habitaba en esas horas el contorno, gotas
de lluvia que, tímidas, besaban una cara
acontecida como la mía, en silencio, sin ser
capaz de articular sonido alguno que pudiera
delatarme.
La lápida terminó por caer sobre la lodosa
tierra que alrededor se extendía, y un brazo,
blanco como la nieve, emergió para, apoyado
en los bordes del agujero que se formó al azar,
levantar un cuerpo robusto, lleno de jirones
de un sudario que hacía su función desde más
de dos lustros —tanto hacía ya de su muerte—.
Una vez ergido sobre sus musculosas piernas,
que, sorprendentemente, pudieron mantener
su integridad ante tanto gusano hambriento,
se dirigió con decisión hacia la casa de Juan
con rostro de venganza frente al acto que,
por obligaciones de su cargo municipal, debio
cumplir aquel día, un doce de febrero.
Hubo miedo, lo vi tan cerca que reaccioné
cerrando los ojos de par en par y redoblando,
con toda la intensidad que cabía en mi escasa
voluntad, la callada de mis labios y mi lengua.
Hubo miedo, y todavía lo siento, en las noches.