Oh, qué calma la tuya, tan clara, tan leve,
como este cielo de noviembre que, junto a mí, no viste;
sin peso en el pecho, sin nada que lleve
el eco escondido de una voz que insiste,
mientras yo me ahogo en tu ausencia tan breve.
Tienes suerte, no dudas, no tiemblas, no callas;
sigues firme y entero, sin grieta ni llanto.
Yo me quiebro en pedazos, en mudas batallas,
y arrastro recuerdos que abrazan el canto
de un amor que en silencio mi pecho avasalla.
Qué envidia, tu risa sin huella de historia,
sin marca de un beso que ardiera en tu piel.
Yo, en cambio, sostengo, sin honra ni gloria,
la herida invisible, el peso cruel
de saberte tan libre, sin mí en tu memoria.