Cada alba, un golpe, una cicatriz que crece en silencio. Palizas, garrotes: el lenguaje del amo, la costumbre clavada al amanecer.
Pero un día, el amo cae —fiebre y carne rota— y el silencio lleno el vacío del látigo. El esclavo despierta, huérfano de dolor, y no sabe qué hacer con esa calma brutal.
Espera. Un día, dos, tres… No hay mano que lo empuje a la tierra. Siente algo que apenas reconoce: alivio, un susurro de esperanza que florece donde antes reinaba la desesperanza.
Imagina la vida más allá de sus grilletes, el aire que no corta, el sueño que no teme la aurora.
Pero al quinto día, el amo regresa, con fuerza intacta, mirada de piedra. “¿Creíste que me olvidé de ti?” Y en un golpe despierta de su libertad prestada