En el vasto lienzo del firmamento, donde las estrellas susurran secretos eternos, se despliega la visión de Juan, un tapiz de revelaciones divinas. Entre el susurro de serafines y el fulgor de constelaciones, se escucha el eco de un número: ciento cuarenta y cuatro mil, sellados en la frente con la promesa de la eternidad. Son los elegidos, los llamados a ascender, los que, de la tierra, parten hacia el reino celestial para unirse en gobernanza con el Mesías.
Cada uno, un hilo en la urdimbre de la historia, tejidos desde los albores apostólicos hasta el presente continuo, seleccionados con cuidado para completar el mosaico celestial. En la visión, se revela que solo un remanente de estos fieles permanecerá, un suspiro final de esperanza en los días postreros sobre la tierra. Y cuando la tribulación despliega su manto oscuro sobre la humanidad, este resto será arrebatado, ascendiendo para reunirse con sus predecesores, aquellos que, en fidelidad, ya habitan el monte Sión celestial.
Allí, en la cima de la existencia, donde el tiempo se desvanece en la eternidad, reinarán con Jesús, en un gobierno de amor y justicia divina. La visión de Juan es un poema de fe, un canto de esperanza que resuena a través de las eras, un recordatorio de que, más allá de la mortalidad, existe un destino trascendental, un Reino donde la vida fluye incesante y las bendiciones son tan innumerables como las estrellas.