Había una vez un lobo feroz y salvaje que recorría el mundo sin rumbo ni restricciones, sin importarle el tiempo, el lugar o la compañía. Este lobo era solitario, separado de su manada, forjando su propio camino y destino. Un día, sin saberlo, se adentró en un bosque lleno de misterios. Allí, el suelo estaba cubierto por millones de flores de todos los colores, que se extendían desde la pradera hasta los más altos pinos, y llenaban cada rincón entre los árboles y rocas. Era un mar de flores que cubría el pasto y la tierra con un vibrante manto de colores.
Por primera vez, el lobo no sintió miedo, sino una profunda desconfianza hacia este nuevo entorno. Era un lugar desconocido, uno que jamás había visto ni explorado. Nunca había estado tan cerca de algo tan hermoso como aquellas flores que adornaban la pradera. El bosque estaba vacío de otros seres, y el lobo, después de caminar un poco, encontró un sitio cómodo y decidió descansar. Cerró los ojos, pensando en lo que podría cazar para alimentarse. Tras un rato, se levantó y, al estirarse, una mariposa majestuosa apareció entre las flores, volando a su alrededor.
El lobo, acostumbrado a enfrentar cualquier amenaza, se sintió extrañamente vulnerable ante la mariposa, que volaba a solo centímetros de su rostro, describiendo círculos en el aire. Subía, bajaba y se acercaba más y más, hasta que finalmente, se posó suavemente sobre su nariz.
A partir de ese instante, algo cambió en el lobo. La mariposa, pequeña y frágil, le transmitió una paz que nunca antes había conocido. Le enseñó que su fuerza no era solo para atacar, sino para proteger, para evolucionar y para encontrar calma. Le mostró un nuevo propósito: ser más que un cazador. El lobo decidió quedarse en esa pradera, rodeado de flores, y aunque ocasionalmente salía a buscar alimento, siempre regresaba. La mariposa lo esperaba cada día y se posaba nuevamente sobre su nariz, trayéndole una serenidad profunda.
Con el tiempo, el lobo entendió la efímera naturaleza de sus vidas. Sabía que, debido a la diferencia entre ellos, uno partiría antes que el otro. La mariposa, símbolo de paz, estaba destinada a desaparecer primero, mientras que el lobo, destinado a la lucha, ahora comprendía lo que era amar y ser amado.
El día llegó, y la mariposa emprendió su último vuelo. El lobo, con sus grandes patas, cavó un hoyo en el lugar más hermoso de la pradera y allí depositó a su amiga. Todos los días volvía a ese lugar, se recostaba entre las flores y esperaba sentir de nuevo el suave roce de la mariposa sobre su nariz. Ya no tenía interés en cazar ni en vagar; solo esperaba, con paciencia, el momento de su propio final, sabiendo que su historia también llegaría a su fin, y que de algún modo, volvería a encontrarse con la mariposa en algún lugar más allá.