En el tapiz de la existencia, cada hilo cuenta una historia,
un relato de lucha, de esperanza y de gloria.
Cada cabello numerado, cada suspiro pesado,
en la balanza del ser, todo está equilibrado.
No somos más que parte en este vasto universo,
buscando sentido, un camino en el verso.
El valor no se mide en la estatura o la fuerza,
sino en la bondad, la paciencia, la recompensa.
El Padre celestial, con amor infinito,
nos ve como joyas en Su Reino bendito.
No por lo que hacemos, sino por lo que somos,
en su gracia nos bañamos, en su luz nos asomos.
Los mandamientos son guías, no cadenas que atan,
son luces en la oscuridad, no cargas que matan.
Jesús, con palabras de sabiduría eterna,
nos enseñó a amar, a ser la sal de la tierra.
El equilibrio es clave, ni mucho ni poco,
como el árbol que se mece pero no se rompe.
La Atalaya, con consejos de amor y de vida,
nos recuerda ser humildes, en la jornada extendida.
Porque al final del día, lo que importa es el intento,
de vivir con dignidad, con respeto, contento.
Somos valiosos, sí, pero no por orgullo o poder,
sino por la capacidad de amar, de entender.
Así que al mirarnos en el espejo del alma,
veamos la verdad, la calma.
Que somos imperfectos, sí, pero también “divinos”,
en el gran diseño, somos los destinatarios finos.
Que la vida es un regalo, una oportunidad,
de servir, de amar, de buscar la verdad.
Y en cada paso que damos, en cada decisión,
estamos tejiendo nuestra propia canción.
Así que presta atención a los mandamientos,
pero también al corazón, a sus latidos, a sus sentimientos.
Porque en cada uno de nosotros hay una luz que brilla,
una chispa divina, una promesa sencilla.
Que no importa cuán oscuro parezca el camino,
siempre habrá una estrella, un destino.
Y en ese viaje, recordemos siempre,
que somos amados, desde enero hasta diciembre.
Por Jehová que cuenta cada cabello, cada lágrima,
que nos conoce, nos ama, y en su libro nos firma.
Así que levantemos la vista, con esperanza y fe,
porque en el amor divino, todo mal se deshace.
Y cuando la duda nos asalta, cuando el miedo nos invada,
recordemos las palabras, la promesa no quebrada.
Que somos valiosos, que merecemos la vida,
en el nuevo mundo, en la paz prometida.
Así que mantengamos un criterio equilibrado,
ni engreídos ni vencidos, sino iluminados.
Porque al final, lo que cuenta es lo que llevamos dentro,
el amor, la fe, el eterno fundamento.