Una pregunta que rara vez nos hacemos, quizá por miedo a confrontar la realidad de nuestras vidas, quizá simplemente no queremos abrir la nevera porque tenemos miedo de no encontrar aquello que esperábamos estuviese allí…
Uno de niño siempre sueña en “ser” alguien, yo bien me acuerdo que deseaba ser astronauta, o quizá explorador, como esos que veía en las películas, quizá parecerme a Indiana Jones y descubrir tesoros para mostrárselos al mundo; ambicionaba también el poder desvelarme largas noches bajo una palmera y mirando la sonrisa de la luna, ver el tiempo pasar por las arenas del desierto, solamente acompañado por el chillido lejano de un coyote, y saberme en paz…
Nunca, ni en mis más remotos sueños, hubiese imaginado que iba a volverme un escritor; yo solía leer libros de aventura o algún escrito de ciencia, apasionado por las profundidades de lo inexplorado, un niñito que soñaba con encontrar lo que todos buscaban e iluminar al mundo con mis hallazgos, orientar y dar esperanzas con las reliquias que imaginaba desenterrar de la tierra, dar respuestas simples a grandes preguntas, hallar la verdad entre las rocas desnudas del Himalaya, o quizá dar charlas de mis noches de aventura a futuros arqueólogos e incitarlos a hacerse las preguntas que me llevarían hasta ese momento. No sabría decir exactamente en que momento cambie el cincel de Jones por la pluma de Borges, pero el hecho fue que poco a poco empecé a preguntarme cosas y tratar de darles respuestas, veía la gente caminar en la calle con la vista clavada en un “futuro”, y me preguntaba cual seria su historia, que sería aquello misterioso que los impulsaba a saltar de la cama y afirmar los pasos en esa agreste acera que era la calle donde solía sentarme a ver el mundo pasar, sencillamente verlo, sin esperar respuestas, pero viendo nacer las primeras preguntas en ese inquieto césped que era mi mente. De pequeño solía fantasear con la sensación de los arqueólogos al saberse cerca de la ultima capa de tierra que los separaba de la alhaja que los motivo a iniciar ese viaje alrededor del globo, hoy enfrentó la adrenalina de la hoja en blanco, esa avara emoción que depreda cientos de palabras buscando la adecuada, el miedo tan sentimental de percatarme de aquella respuesta que tanto ansiaba, experimento el temblor de los dedos en la pluma, disfruto del silencio que precede a la oración final, es melodía el oír en mi mente el sonido de esas letras que dibujan las puertas al camino de una nueva pregunta…
Sí, no logré ser Indiana Jones, no he puesto un solo pie en el Tíbet, pero a diario transito entre las hojas secas de un bosque de arce en el que veo nacer siempre nuevas preguntas, a veces solamente me inclino a verlas crecer, desarrollarse en nuevas y más atrevidas inquietudes, y de cuando en cuando, decido arrancar la flor más hermosa de ese jardín, y usar su sangre para escribir su propia respuesta, saciar esa curiosidad que alimenta esta pluma, y ver el cálamo balanceándose entre el humo de las palabras… Sí, no soy un explorador de reliquias antiguas para responder interrogantes académicas, pero soy algo más que aquello que soñé, soy un aventurero en esta virginal selva que es el idioma que busca respuestas nuevas a inquietantes preguntas que todos tenemos, no siempre logro encontrar la palabra correcta, pero siempre me llevo una experiencia que no cambiaria por nada… No soy Indiana, soy Khali, soy una voz, un artesano, una palabra traviesa en una lengua aviesa, soy el tiempo que me quite para poder vivir, soy una pregunta con mil respuestas, soy solo una flor entre las nieves, un tulipán rojo en agosto…
Soy entonces un explorador, no ya de las tierras vírgenes que de niño soñé recorrer con una mochila de piel gastada y un mapa inexacto, sino un aventurero de lo inmaterial, un cazador de instantes y palabras que busca trazar con cada oración las rutas de ese continente invisible que habita en la mente. Mi expedición se da en la dimensión de las ideas, donde el camino se forja a fuerza de preguntas que rozan lo desconocido, donde cada pensamiento es como una piedra sepultada que, al aflorar, cambia el paisaje interior.
En los años de mis primeras lecturas, el verbo \"ser\" era una promesa, una ambición que me empujaba hacia ese horizonte donde pensaba encontrar las respuestas. Hoy, el \"ser\" es más bien una interrogante, un vacío en movimiento que me enseña a aceptar que hay preguntas sin fin, respuestas que nunca se logran abarcar completamente. La pluma, entonces, se convierte en una brújula que marca el pulso de mis pensamientos, indicándome la dirección, no hacia certezas, sino hacia la perpetua maravilla de lo incierto, donde la intuición y la razón conviven en frágil equilibrio. Es como si, al escribir, me internara en un bosque de palabras, y con cada paso, una nueva interrogante se levantara entre las sombras, pidiendo ser desvelada, examinada, tal vez tan solo para llevarme a otras encrucijadas.
De niño, la ilusión de aventura era algo que palpitaba entre las páginas de los libros que leía: imágenes de noches estrelladas sobre el desierto, de aguas profundas y selvas densas, de secretos enterrados en las entrañas de la tierra. Hoy, en cambio, mis noches estrelladas transcurren en la inmensidad del silencio que precede a cada idea, en el murmullo apenas perceptible de las palabras que, antes de nacer, son solo destellos en la oscuridad de la mente. He cambiado las noches en vela por madrugadas de soledad y contemplación, por esa íntima batalla en la que intento arrancar verdades de la neblina que, como un viento etéreo, envuelve cada pensamiento.
Mi universo es ahora el idioma, una vasta selva inexplorada, y mis herramientas son apenas palabras que se desgastan con cada uso, pero que, si son elegidas con precisión, pueden abrir senderos luminosos, delinear la silueta de lo inefable. Me adentro en esa espesura de significados sabiendo que no se trata de llegar a una meta concreta, sino de aprender a perderme, de entender que cada palabra es un punto de partida hacia otros horizontes, hacia un abismo que no pretende darme respuestas definitivas, sino enseñarme a convivir con la incertidumbre, a abrazar el misterio como el núcleo mismo de mi existencia.
Y en este viaje, me encuentro frente a la hoja en blanco como otros se enfrentan a una cima inalcanzable, con el mismo temblor en las manos, con la misma mezcla de temor y esperanza. Porque escribir es una batalla contra el silencio, una negociación constante con el vértigo de lo desconocido. Cada frase es un paso más hacia adelante, un esfuerzo por capturar el eco de lo que permanece intangible, por darle forma a lo que, en su esencia, quizá nunca pueda ser del todo comprendido.
En algún punto, el sueño de ser un explorador de lo desconocido, de desentrañar misterios y encontrar respuestas, cambió su rostro. No busco ahora esas respuestas para exponerlas ante el mundo con una autoridad absoluta, sino que me esfuerzo por hallar en cada palabra la honestidad de quien sabe que la verdad es un bien esquivo, un reflejo que se descompone en una infinitud de matices cuando se intenta sujetarlo. Me muevo, entonces, como un espectador de mi propio devenir, un testigo que documenta las transformaciones internas con la misma curiosidad que un naturalista observa el crecimiento de una planta exótica.
Y, aunque no descubrí los tesoros que de niño soñaba encontrar bajo el sol abrasador de un desierto lejano, sí he hallado otro tipo de riqueza: he descubierto que la vida misma, en toda su complejidad, es el misterio más profundo, una verdad que se desvela solo en fragmentos y que se entiende mejor cuando se observa sin pretensión de poseerla. Soy, pues, una pregunta en constante expansión, un susurro que se entrelaza con el eco de tantas otras voces que alguna vez también buscaron comprender.
Soy Khali, un buscador entre letras, una chispa que ilumina momentáneamente el abismo de lo desconocido antes de perderse en su inmensidad. Soy el silencio que habla en la madrugada, la duda convertida en verbo, el sonido del papel acariciado por la tinta que alguna vez fue una flor en el invierno de mis pensamientos. Y así, mientras escribo, me acerco, tal vez solo un poco, a esa esencia que no se deja apresar, a ese misterio que llamo \"yo\".
A veces, el día parece pasar como una ráfaga, sin dejar rastros, pero, en medio de esa prisa, siempre hay un instante, una pausa apenas perceptible, en la que la mente se detiene y queda sola consigo misma. Ahí, en ese silencio donde el mundo calla, surge la vaga sensación de que hay algo más por descubrir, algo que se esconde detrás de lo evidente, como si la vida misma albergara un mensaje que espera pacientemente ser descifrado. Quizás es ese el llamado que todos llevamos dentro, ese anhelo indefinido que nos mueve sin que sepamos bien hacia dónde.
En esos momentos de introspección, el alma parece volverse una brújula sin norte, girando sin descanso, buscando un rumbo que tal vez no existe fuera de nosotros mismos. ¿Qué es aquello que, en el fondo, todos queremos ser? No por lo que esperamos obtener, ni por la imagen que proyectamos, sino por el simple hecho de sentirnos plenos. Y sin embargo, cuántas veces nos encontramos viviendo vidas ajenas, repitiendo patrones heredados o sueños que alguna vez pertenecieron a otros. Como si fuéramos extranjeros en nuestras propias aspiraciones, caminando por caminos trazados sin preguntarnos nunca si nos pertenecen realmente.
La vida, al final, se convierte en un misterio lleno de detalles insignificantes que parecen pasar desapercibidos, pero que en realidad son pequeñas ventanas hacia algo más grande. Tal vez en el susurro de una brisa, en el sonido de un río que corre entre piedras antiguas, o en la quietud de una noche sin luna, hay respuestas que no necesitan palabras, porque están ahí, aguardando a quien quiera detenerse a sentirlas. Hay un tipo de verdad que no se grita, que no se muestra de inmediato, pero que permanece, esperando a ser encontrada en los rincones más íntimos de la conciencia.
Y, en el fondo, la pregunta siempre vuelve: ¿por qué nos resulta tan difícil reconocer lo que de verdad anhelamos? Nos decimos que queremos paz, que buscamos felicidad, pero cuántas veces confundimos esos deseos con satisfacciones pasajeras, con momentos fugaces que se disuelven antes de que logremos sostenerlos. Tal vez la verdadera paz no radica en obtener algo, sino en aprender a habitar el silencio que existe dentro de nosotros, en aceptar la incertidumbre como parte de nuestro ser. Quizás, en lugar de buscar respuestas, la tarea consiste en aprender a vivir con la pregunta intacta, como una flor que jamás pierde su misterio.
Y qué decir de los sueños de juventud, de esas promesas que nos hicimos en secreto cuando aún creíamos que el tiempo era infinito. Esos sueños, aunque parecieran haber quedado atrás, siguen vivos en algún rincón de la memoria, como destellos de una versión de nosotros mismos que nunca se desvaneció del todo. Tal vez solo esperan a que decidamos regresar, a que nos atrevamos a mirarlos de nuevo sin miedo, a recordar lo que deseábamos antes de que el mundo nos enseñara a ser cautelosos. En esos sueños antiguos tal vez se ocultan pistas de lo que realmente somos, fragmentos de una identidad que nos hemos encargado de cubrir con capas de expectativas ajenas.
Entonces, cuando el bullicio de lo cotidiano se disipa y el silencio se instala como un manto sobre cada pensamiento, el reflejo de uno mismo comienza a aclararse. Como un río que, al aquietarse, permite ver el fondo, uno comienza a vislumbrar las formas borrosas de sus deseos más profundos, de sus miedos más callados, de esos anhelos que parecían olvidados, pero que solo aguardaban el momento adecuado para volver a surgir. Hay una parte de cada uno que se rehúsa a desaparecer, un núcleo esencial que, pase lo que pase, sigue ahí, aguardando ser redescubierto.
Y entonces, en ese momento en el que estamos solos, surge una última pregunta, simple y contundente: todo lo que he sido, todo lo que he deseado, me ha traído hasta aquí, hasta este presente donde la pregunta de quién soy realmente comienza a tomar forma.
Y dime, ¿alguna vez te has preguntado si el camino que recorres es realmente el tuyo, o solo una senda prestada que te fue dada sin que lo notaras? ¿Qué sientes cuando la ciudad calla y el ruido se apaga? ¿En quién te conviertes en esas horas, cuando el eco de tus pensamientos es lo único que resuena en la habitación?
¿Has sentido cómo pesa a veces la rutina, como si cada paso te llevara más lejos de algo que no alcanzas a comprender? ¿O tal vez, al cerrar los ojos, alguna vez has percibido una sombra de lo que anhelas ser, de algo que crece en silencio, como si estuviera esperando a que le prestes atención? Y si es así, ¿por qué nunca le das ese espacio?
Piensa en los días que pasan uno tras otro, y dime, ¿qué buscas en cada amanecer? ¿Es solo otro día más, o hay algo más allá de lo evidente, un murmullo que apenas alcanzas a oír, como si el tiempo mismo quisiera revelarte algún misterio? ¿Cuántas veces te has quedado a medio camino de un pensamiento, de una idea que apenas brota, y la has dejado desvanecerse sin siquiera mirarla?
¿Qué es lo que realmente te sostiene? No me refiero a lo que dices cuando hablas de ti, sino a ese impulso callado que te mueve, la chispa que te arranca de la cama en los días oscuros. ¿Te has detenido a escucharla, o simplemente dejas que se pierda entre el ruido de lo cotidiano? Y si esa chispa fuera una voz, ¿qué crees que intentaría decirte?
Ahora, imagina tus sueños, aquellos que guardaste en algún rincón remoto, sueños que de alguna forma aún siguen vivos. ¿Sabes por qué sigues regresando a ellos en silencio? ¿Es posible que sean más que una nostalgia? Quizá, solo quizá, sean un recordatorio de lo que eres en lo más profundo, una promesa que te hiciste a ti mismo cuando apenas comenzabas a entender la vida.
¿Y qué hay del amor que sientes, de esos vínculos que creaste? ¿Son ellos quienes definen lo que eres, o acaso te has perdido en ellos como en un espejismo? ¿Dónde termina lo que el mundo te pide ser, y dónde comienza lo que tú realmente quieres ser? Porque en algún punto, lo sabes, tendrás que elegir entre las expectativas de los otros y esa voz débil pero persistente que, cada tanto, reclama ser escuchada.
Piensa, por un instante, en los momentos en los que te has sentido completamente en paz, como si el tiempo se disolviera y todo encajara, sin esfuerzo, en un orden secreto. ¿Es esa sensación una rareza para ti, un instante aislado, o es algo que podrías cultivar cada día, si te atrevieras a buscarlo?
Y en medio de todas esas preguntas, dime: ¿sabes realmente quién eres? ¿O te has acostumbrado a mirarte solo a través de los ojos de los demás, de los nombres que te han dado, de las expectativas que otros han puesto sobre ti? ¿Qué queda cuando nadie más observa, cuando no tienes que demostrar ni ser nada, cuando eres libre de existir sin más?
Y, en lo más íntimo de tus pensamientos, en el rincón donde solo tú puedes entrar, ¿dirías que eres feliz? No me refiero a una felicidad fugaz, de momentos brillantes, sino a esa calma persistente, como el susurro de un arroyo escondido en un bosque. ¿Es esa paz algo que realmente has conocido, o simplemente algo que has perseguido sin alcanzar?
Así que, ahora, cuando el silencio vuelve a cubrir tus pensamientos, cuando el eco de estas preguntas se disipa poco a poco, te invito a que contemples tu propio reflejo en el fondo de estas palabras, y a que te atrevas a responder, aunque solo sea para ti mismo: ¿quién eres realmente? ¿Y, en esa verdad silenciosa y profunda, puedes decir que eres feliz?