Detente!
Grité, para que escucharas los disparos
desesperados de mi voz que se apaga.
¡Detente!
Por favor, detén tu paso.
Te rogué, mientras corría en mis venas
el ardor de un dolor que quema
las entrañas.
Haz una pausa,
que aún es temprano,
y no escampa la tempestad
que arrasa mis ojos.
No te vayas,
¡ven! Recuéstate junto a mi pecho;
déjame cobijarte, que el frío cala
hasta los huesos de mi alma.
¿Qué más da?
Si mañana, al despertar, descubro
un vacío de pétalos marchitos...
y tu ausencia, inerte, en mi almohada.
Quédate, solo un rato más,
que al amparo de tu calor
aprenderé a ser buen perdedor.
Quédate en mi abrazo,
y déjame hallar en tu cuerpo
un refugio en la tormenta,
donde los relámpagos desgarran cielos
y la lluvia golpea sin piedad.
¡Déjame esta noche y quédate!
¿Qué más da?
Y mientras duerma,
con las primeras luces de madrugada,
¡vete! sin decirme adiós,
cuando se apague el último vestigio de tu amor.