Estar
en lo que
se está.
—Ese es el reto.
Murió.
Ayer, ya tarde, ya
sobrepasadas las doce,
una campanada
saliendo del teléfono,
pensé que era otra persona,
ya se esperaba de todos modos,
hace tiempo, octogenaria,
de un momento
a otro iba a suceder.
Murió, ya tarde,
en su cama, una residencia
geriátrica, casa improvisada,
no podía estar sola ya, era
lo conveniente, el riesgo era
grande, las paredes amenazaban
con desplomarse contra su débil
espalda, era lo mejor, y allí,
en compañía de otros pecios,
de otros trastos que debieron
arrumbarse, vivió sus últimos
despertares, su último aliento.
Murió, y la noticia,
después de años sin pasar veranos
con ella, sin gozarla ni padecerla
a partes iguales, me cayó como jarro
de agua fría, de repente, sin esperarlo.
Sí, murió, ya tocaba, su salud
lo iba pidiendo, y vivir así,
en sus circunstancias no era buena idea,
era en vano, y una vez más constato
—con alegría— que la vida, incluso
para desaparecer del mapa, es generosa,
te trae siempre lo mejor, lo que pides
a gritos —como ella, me da por pensar,
pedía su muerte—, lo que más necesitas
a pesar de los pesares.
Murió, ayer, y hoy
no podré verla, no podré alzar
mi mano derecha, para, a través
de un siniestro cristal, desearle
buena suerte en su nueva aventura;
y no podré porque no es lo conveniente,
lo políticamente correcto, porque
de estar presente levantaría ampollas
a quién no me apetece.
Esta tarde, después de trabajar, iré
a dar calor a mis niños.