Entre la niebla, y bajo los árboles desnudos
que van dejando caer el oro gota a gota,
voy lento, aspirando los vahos fríos y mudos,
mientras escucho a mi paso el crujir de cada hoja.
Me susurró la tarde:
-¿Dónde tienes la abierta sonrisa de otros días
y aquella mirada inquisidora y siempre alegre?
Fingí que no entendía,
y contemplé los montes cubiertos ya de nieve
que altivos, recortaban difusas lejanías.
Había una fuentecilla que alegre me cantaba
en espera de que aquel frío aún la congelara.
-¡Miénteme! Increpé al chorro incesante de la fuente.
Metí mi mano trémula en sus aguas alegres,
y sentí correr su canto en mis ancianas venas
como un tropel de locos y jóvenes corceles.
Y yo soñé, mil cosas en un momento apenas.
Y ahora vaga la silueta de mi alma anciana
por aquellos roquedales que saltar me vieron.
Caminos polvorientos.
Y entre secos rastrojos,
saltábamos las peñas
como pequeños corzos.
Y por los verdes campos matizados
de blancas margaritas y matojos,
el alma, revolcaba
los sueños, los deseos, los antojos.
Y las nubes miraban, mariposas
con anhelantes manos voladoras.
Saltamontes dorados
de miradas alegres, soñadoras,
que vuelan incansables
bordando los minutos y las horas.
¡Roquedales lejanos!
Que ayer grandes montañas parecían.
Y hoy, quedan en peñascos,
¡Según la edad de aquellos que los miran!