Vi nacer el brote más hermoso,
en el dulce brillo de su esplendor,
como sus hombros, frágiles, se inclinaban
cargando el frío peso de la realidad.
Era un brote destinado a marchitarse,
a desvanecerse en su propia luz,
y al apagarse los ojos que tanto amé,
sentí las olas llevándome lejos,
demasiado lejos de la arena.
Nunca toqué su hombro pálido,
ni acaricié su rostro en vida,
jamás sentí el roce de su cabello,
pues nunca más podía ser así.
Los cielos que un día compartimos,
ahora son testigos de este lamento.
El mismo cielo llora a nuestro lado,
cubriendo de penumbra la despedida.
Y así, entre hojas doradas de otoño,
nuestros recuerdos se van marchitando;
escapan, como susurros, de mis manos.
Este amor, fugaz como el viento,
queda atrapado en los ecos del adiós.