Estando yo sobre un monte
que llaman acantilado
porque linda con la mar,
miraba, fieras romperse
las verdes y fuertes olas
que se volvían encaje
blanco de espuma y de sal.
El sol que lento salía
de la gran profundidad
ponía mágicas luces,
sobre el puerto, la bahía,
y los barcos faeneros
que volvían de pescar.
Se me posó una gaviota
sobre mi espalda al desnudo
que me susurro al oído:
- Cabalga sobre mi grupa
y te mostraré otros mundos.
Sobre aquellas blancas alas
me subió a una gran altura
desde donde divisé,
igual que si un sueño fuese
lo que nunca creí ver.
Gentes, pueblos y culturas.
La inmensidad de los mares.
La pequeñez de la tierra.
Las disputas por poderes.
Los conflictos y las guerras.
Como se moría de hambre.
Como se mataba impune.
Como juega el poderoso
con la dignidad del pobre
cuando la ambición le sube.
Y como las religiones
no quieren ver los horrores,
y se ponen antifaces
de plata, de oro y de flores.
Y allí, me sentí humillado.
Me avergoncé de mi vida.
Y lloré desconsolado
y mis lágrimas rodaban
por el abismo, perdidas.
¡Cuánta podredumbre oculta
bajo tanto paraíso!
¡Cuán pequeñito es el hombre
que avasalla sin permiso!
¡Y cuánto, criminal suelto
vestido de seda y lino!
¡No quiero verlo, no quiero!
Me siento inútil y cómplice.
Pero lo peor de todo
es, que me siento indefenso.
Sin interrumpir su vuelo
me dijo mi compañera,
- Aún tienes la palabra,
procura usarla con causa
y ponla en boca de aquellos
que nunca podrán usarla.
Trémulo me desperté
sobre aquellas altas rocas,
y comprendí mi deber
de reclamar la justicia;
porque allí, junto a mí estaba,
en un hueco reposando,
mi compañera dormida.