En el sendero de la vida, la palabra divina es luz,
un faro que guía los pasos del errante azul.
Como un farol en la noche, como estrella en el mar,
ilumina el camino, nos enseña a caminar.
La verdad de un Reino eterno, un tesoro sin igual,
oculto en la vastedad de un campo celestial.
No es oro ni es plata lo que allí se ha de hallar,
sino una promesa de paz, un futuro sin pesar.
El hombre del campo, en su búsqueda no pensó,
más al descubrir el tesoro, su corazón se inundó.
De gozo y esperanza, su alma se llenó,
y por ese Reino oculto, todo lo demás dejó.
Porque el valor de ese Reino no tiene comparación,
ni con las riquezas efímeras de nuestra vana creación.
Es la alegría de servir, de unirse al divino amor,
de vivir en armonía bajo su celestial favor.
El sacrificio es pequeño ante tan magna visión,
de una amistad con Jehová, de una eterna unión.
Es un honor inmenso, ser llamado su amigo,
y en cada acto de bondad, agradar al Padre divino.
Así, la palabra es lámpara, la verdad es un tesoro,
y en la fe encontramos el más valioso coro.
Cantemos pues al camino que ante nosotros está,
con la palabra por guía, en la eternidad brillará.