Una mañana distinta se enjuagó la cara
de esperanzas diarias.
Tomó unos matecitos como siempre,
sorbiendo la amargura de estar sola,
mientras la calle, cobraba cuerpo en almas.
Vivía de una pensión que ella arañaba
y apenas alcanzaba hasta el veinte.
Pero igual, peleaba.
Tardó en peinarse esa vejez que dan las canas,
de coqueta que era,
como buena ariana.
Un perfume muy suave en las orejas
y un par de aritos rojos que brillaban.
Salió a respirar el cielo en sus pulmones
y una suave brisa le bailaba al vestido.
Al llegar a la avenida que cruzó raudamente
sus ojos se torcieron a su izquierda
y empezó a golpearle el corazón, de sorprendido.
Sin dudas era Él o su fantasma;
lo cierto es que se fué tras su marido...
Y Angela que hoy ríe hasta el treinta
jamás ha de volver a tanto frío.