Oda al café.
Se levantan las enormes huertas de café entre las selvas y las montañas, lejos de la ciudad que clama con fervor: «¡Café, café!». Las matas verdes, bien formadas y aseadas, canturrean como queriendo despertar almas sedientas.
El rito del café nos acompaña desde siempre, con su lugar a veces olvidado en la historia. Nadie describe en los libros que Zapata, antes de ponerse las botas, primero tomaba café, o que paz a la hora de escribir tenía el café sobre el escritorio. ¡Debería existir una historia que empiece por ahí, por el humilde café!
Qué hermoso el colorido entre las huertas, las manos buscando la fruta anhelada, los pájaros buscando también obtener un poco. Y cuando está sobre la mesa, cuando por fin el café está en su proceso final, cuando colma con ese olor cada rincón de cada casa, y sale por las ventanas y viaja por las calles tocando los olfatos, ahí sucede la magia.
Antes de beber, sostienes la taza, inhalas y dejas que ese olor tan particular y perfecto inunde tu ser. Después, con mucho cuidado, bebes, despacio, ¡suave! Que el café recorra cada centímetro de tu paladar, porque tomar el café debe ser un acto meditado, desde el tipo de taza, la cafetera, la flama del fuego, incluso la mano que lo prepara, la posición en la silla y nuestro momento en el espacio-tiempo.
El café nos permite la comunicación, la imaginación y la conservación de los lazos familiares y de amistad.
Muchos matrimonios empezaron por una taza de café.
El café siempre es y será un elixir que permanecerá de forma perpetua en cada uno de nuestros días, saciando ese espíritu humano que nos acompaña. Por lo tanto, honremos siempre la tierra y las manos que lo siembran y cosechan.