Nací y crecí callejero, vi la primera luz en un baldío junto con otros diez hermanos, sobre cartones y botellas; algunos murieron junto con mamá a los pocos meses por enfermedad o por accidente y cada uno siguió su rumbo, siempre el mismo: andar, andar, calmar el hambre, la sed, a veces jugar, a veces pelear por un mendrugo, por un espacio seco, en fin, soy uno de tantos, mirado a veces con compasión, la mayoría con desprecio; el cariño lo conocí en la acera de un tugurio una noche fría: ahí en la acera sentado se encontraba un hombre somnoliento, ajeno por completo a la música, al ruido y los ebrios que salían dando trompicones, ya fuera solo o acompañados por alguna mujer tan ebria como ellos; el hombre se hallaba solo, desaliñado, con la vista fija en el pavimento, me acerqué curioso para observarlo mejor y al hacerlo pude percibir su aliento alcohólico, despegó unos momentos su vista del suelo para mirarme y en su mirada puede apreciar un desamparo tan inmenso como el mío, como cuando cachorro mi camada huérfana se dividió y me hallé solo entre gente, carros, perros y gatos tan miserables como yo, mientras, en contraste, miraba sin comprender otros congéneres atados a una correa, robustos, sanos, limpios caminando o abrazados contentos en compañía de sus amos, en las sombras de los ojos de ese hombre yo recordaba las mías, temblando y aullado entre las sombras, ante los cualquier crujido, ante las sirenas y los relámpagos, aquél hombre levantó la mano para acariciarme, algo que nadie más había hecho, ningún niño a la salida del colegio, ningún joven o anciano al recorrer las populosas aceras, ningún comensal en los puestos de fritangas, ningún ser humano había levantado la mano lentamente para posarla en mi cuello sucio ni rascado suavemente mi pelaje áspero y esa calidez me bastaron para saber que nos entendíamos y un nuevo sentimiento nacía entre ambos, el hombre sollozaba y yo meneé la cola, contento.
El tiempo transcurría igual pero diferente para mí, lo seguía a todas partes; Ernesto no tenía nada para ofrecerme, lo supe en sus largos soliloquios estimulados por el alcohol, supe de una niñez precaria, de una familia fragmentada, de traiciones que le fueron aislando de sus congéneres hasta crear un monstruo que lo acosaba noche y día, que apuñalaba su costado ocasionándole dolores que le hacían sudar frío, dolores que trataba de olvidar con el licor, dolores que terminaban a veces en estallidos de cólera en los cuales se transformaba en una bestia iracunda, arremetiendo contra lo que tuviera a su alcance incluido yo, a veces no podía alejarme a tiempo y terminaba en un rincón, con el lomo y las costillas molidas a puntapiés, pobre Ernesto, después de esa posesión y una vez recobrada la conciencia se arrodillaba, me abrazaba me pedía perdón entre copiosas lágrimas ¿cómo no perdonarlo? La carne de perro sana fácilmente, yo estaba acostumbrado a los desprecios, a las pedradas, a los ataques de otros canes mas no al arrepentimiento, a ese sentimiento único de su especie que puede obrar tantos milagros…si quisieran; los he visto agredirse tantas veces, con el odio intenso incubado en su mirada, con esa altanería insultante en sus vehículos, en esas otras calles bien barridas y adornadas con exuberantes jardines donde no se me está permitido deambular, los he visto disparando a mansalva contra sus semejantes una y otra vez, una y otra vez burlarse del aspecto de sus congéneres pero casi nunca estirar la mano para ayudar al caído, casi nunca abrazarse por la calle, casi nunca arrodillarse para orar, tal vez por eso sigo a Ernesto, por eso comprendo su sufrimiento y su desesperación, tal vez por eso estaré con él aunque me cueste la vida, porque sé que nadie más lo haría, porque sé que su enfermedad y la soledad lo están matando…como a mí que he encontrado un sentido a mi existencia, a un ser humano a quién acompañar, un ser humano como yo, paria de la sociedad, de una sociedad compleja que no sabe convivir, que es capaz de generar su bienestar o su desgracia arrastrando en ella a todas las demás especies, un ser humano capaz de sentir en su lucidez el dolor de las heridas que ocasiona, el dolor de la traición hacia el único ser que le escucha pero que es incapaz de vencer el pasado, incapaz de dominar esos impulsos de ingerir licor, incapaz de encontrar apoyo en su sociedad; qué complicado es el humano, qué generoso y egoísta es a la vez, yo solo soy capaz de menear la cola y gemir, pero mi meneo no basta para barrer todos esos recuerdos que le atormentan, ni mis gemidos sirven para gritarle a la gente: ¡Vengan!, ¡Ernesto no es malo!¡Ayúdenlo!¡Ayúdenlo porque… yo no puedo!
Yo solo puedo ver ese resquicio de grandeza y sinceridad en su interior que lo identifica como humano, solo puedo acompañarlo en su cuartucho frío y sucio a cuyo hedor os hemos acostumbrado, yo solo puedo acostarme a su lado y darle mi calor, yo solo sé lo que le hubiera gustado ser y no fue cada vez que en un arrebato infantil se ponía a hacer aviones de papel y jugaba a ser aviador, podía verlo gozar al seguir su vuelo, abría sus brazos como si estuviera planeando sobre montañas, sí, un aviador que atravesara las nubes, un aventurero del aire reducido a un marginado, cuyas únicas montañas que explora son las de basura en el vertedero, degradándose inevitablemente, yo solo puedo secar con mi lengua las lágrimas que ruedan por sus mejillas y susurrarle: “No importa, si de algo te sirve estaré contigo siempre”, por eso, cuando se lo llevaron preso seguí a la patrulla hasta la cárcel, no me permitieron entrar a pesar de mis protestas y tuve que pasar la noche en vela, soportando la lluvia bajo un raquítico árbol, mi cuerpo temblaba cuando lo vi salir, herido, descalzo y más acabado que nunca ¿cuánto tiempo más sobreviviría? El solo pensarlo me estremecía, yo también estaba enfermo y débil pero también decidido a permanecer con él hasta el último instante, instante que se acercaba irremediablemente cada día.
En el cuartucho de la casa abandonada que compartíamos, entre trapos malolientes, paredes grafitadas que de noche semejaban siluetas espantosas, deformes y aterradoras como sus pesadillas, entre bichos impertinentes Ernesto agonizaba ¿cómo había llegado a eso? Yo, acurrucado a su lado le escuchaba delirar: el abandono que destruyó su inocencia de niño, la envidia que ocasionó la pérdida de su trabajo, la traición de una mujer que lo arrojó al abismo del vicio, el Dios sordo que no escuchó sus lamentos ¿por qué? ¿en que falló? ¿acaso no tuvo momentos de alegría, momentos que lo rescataran de tan desdichado final? ¿Soy acaso el único ser capaz de acompañarlo en tan lastimoso estado? Sus quejidos competían con los ruidos externos: gritos, bocinas, música, máquinas, toda una cacofonía que me aturde, Ernesto me abrazó hasta que la debilidad y la fiebre lo obligaron a soltarme, los estertores se sucedían uno tras otro en que el tiempo parecía suspenderse, respiraba con dificultad, pero aún así podía yo ver en su mirada el profundo agradecimiento que me tenía ¡aún en sus últimos momentos era capaz de reconocerme! Yo rogaba, mirando el firmamento a través de la ventana rota que descendiera uno de esos ángeles, tan resplandecientes e inmaculados como he visto plasmados en los cuadros para que viniera y lo levantara, yo abogaría por él, le diría que no es malo, que no supo encontrar ayuda, que fue rebasado y seré feliz viéndole alejarse, libre de penas y de vicios, como realmente es, como siempre debió ser.
Han pasado dos días, por fin algún vecino se percató de que el cuerpo de Ernesto yacía aquí, seguir a la camioneta me ha agotado, he esperado afuera de las instalaciones donde lo introdujeron, día y noche a que saliera junto con otros cuerpos rumbo a la fosa común, el último reducto de lo que fue mi compañero de penurias, sufrimos juntos, en algún momento también reímos y jugamos, quizá la muerte me encuentre sobre el montículo donde descansará por siempre, la carne de perro en cambio puede reposar en cualquier parte. Éste trayecto es el último, ya no hay vuelta atrás, el correr detrás del vehículo que lleva los restos de Ernesto me arrebató el aliento, he visto cómo cae su cuerpo en el hoyo como cualquier desperdicio y no pude dejar de aullar, él no merecía esto: no hay lápida, ni epitafio, ni rezo, solo éste despojo huesudo y moribundo de mi, pero he cumplido, para eso vine, para eso somos: ser fieles hasta el fin.