El sol arde como una herida abierta,
es un grito dorado que desgarra el aire.
Atraviesa los cuerpos con su hambre de luz,
derrama su furia sobre la piel del mundo.
Es un dios que no sabe pedir perdón,
que quema incluso cuando abraza.
La luna es el silencio que se muerde los labios,
un puñal de plata en la garganta de la noche.
Suspira su fría nostalgia en los rincones,
borda sombras en los ojos que no se cierran.
Ella no habla, pero su luz duele,
un eco blanco que no se extingue.
Si un día osaran, sol y luna, tocarse,
el cielo se partiría en dos con un gemido.
Sería el fin del orden, del tiempo,
un incendio que consumiría el aliento de la tierra.
La locura tomaría forma,
y la belleza sería insoportable.
Moriremos si se junta el sol y la luna,
pero ¿quién no moriría por un instante así?
Verlos entrelazados, deshaciéndose,
una llama que nunca podrá repetirse.
Sería el fin, sí,
pero también el principio de algo que no tiene nombre.