La noche, esa herida abierta,
me respira con su lengua de sombra.
Miro la ventana y me devora el vacío,
una lágrima suspendida entre los vidrios rotos
de un amor que fue mío y ya no me reconoce.
El amor, ese animal extraño,
me arrastra por los corredores de la locura.
Lo odio como se odia al hambre
y lo deseo como quien anhela arder
hasta el final del cuerpo.
¿Por qué vuelvo a las ruinas de su abrazo?
¿Por qué escucho el eco de su risa
como si me llamara por mi nombre verdadero?
Tengo miedo de amar,
de entregarle mi pecho al filo de la luna,
de sentir cómo el vacío me habita
cuando me dejan desnuda,
sin más refugio que el dolor.
Y, sin embargo, quiero.
Quiero perderme en las jaulas de otro cuerpo,
sangrar bajo la caricia de quien me rompe.
El amor es una daga
que atraviesa y promete vida.
Soy su prisionera, su cómplice,
su adicta.
El dolor es un perfume que no puedo dejar,
una herida que acaricio en la penumbra.
Lo odio, lo odio tanto.
Pero en mi odio,
crece la llama de querer repetirlo todo.