Te sientas como si no doliera,
como si tus silencios fueran espejos
donde nunca te miras.
Te hablo,
y tus ojos analizan,
pero detrás de esa armadura de preguntas
hay una niña
que tiembla con el peso de lo que calla.
¿Qué haces cuando nadie te escucha?
¿A quién le hablas cuando tu lengua
ya no sabe envolver verdades en terciopelo?
Hay noches, lo sé,
donde la cama no es un refugio,
sino un campo de batalla.
Donde tus manos buscan
lo que no encuentran en otros cuerpos:
una tregua,
un pulso que no diagnostique,
una piel que no evalúe.
Pero te pierdes en la teoría,
en el catálogo de emociones
que clasificas sin sentir.
Porque eres más experta en las grietas ajenas
que en el abismo propio.
¿Y quién desmenuza tus miedos,
quién escribe sobre la herida
que no admites tener?
No necesitas sexo,
necesitas que alguien te toque
como si fueras más que un rompecabezas
de traumas y anhelos inconclusos.
Que te mire sin buscar el diagnóstico
en tus pupilas.
Pero yo no soy esa cura,
no soy la pieza faltante
ni el bálsamo para tu dolor crónico.
Soy solo el eco que te recuerda
que incluso las mentes más brillantes
se apagan
cuando la soledad les susurra demasiado alto.
Sigue.
Habla de mí en tus sesiones futuras.
Di que fui el caso que no pudiste cerrar,
la pregunta sin respuesta.
Y cuando estés a solas,
en la penumbra de tu mente,
sabrás que este poema
fue el espejo
que
te devolvió toda la verdad
que nunca quisiste ver.