La noche, siempre conspiradora,
extiende su manto de murmullos y tragos.
Ella, embriagada de audacia, decide —casi
sin razón— buscarlo.
Toc, toc, toc.
El sonido seco contra la madera
rompe el fulgor que el vino le otorgó.
Su valentía, antes ardiente,
se enfría en la humedad del aire.
La puerta se abre
como si el tiempo conspirara
para borrar la distancia que los separaba.
Él la mira sin sorpresa,
como quien recita un viejo secreto:
\"No hay espacio para los dos\".
Pero ella no titubea.
Se sienta en sus piernas,
sus labios latinos, rompiendo
el cristal del silencio.
Sus besos son relámpagos:
pulsos que despiertan
a la soledad que los había rondado.
Y sus manos —mapas de carne—
trazan caminos donde el deseo
es la brújula.
Cuando la luz despierta,
los rescata brevemente,
pero el deseo —ya eterno—
ha escrito su nombre en sus pieles.