Convertiste tu vida en un escaparate,
cada suspiro en un producto,
cada lágrima en un hashtag.
No vives; documentas.
No amas; etiquetas.
No respiras; compartes.
Tus hijos, si los tienes,
no sabrán el color de tus ojos,
pero conocerán perfectamente
la tonalidad exacta de tu filtro favorito.
Tu pareja,
si aún no huyó,
no buscará consuelo en tus brazos,
sino en el algoritmo
que decide si hoy serás viral o si
mañana rogaras por vistas.
Cada risa que compartes
lleva el peso de un guion deliberando.
Cada abrazo robado,
la frialdad de una cámara que nunca parpadea.
Tu madre se cansa de llamar.
Tu mejor amigo ya no insiste en serlo.
Y tú,
con el teléfono en mano,
te preguntas por qué el mundo parece tan lejos
cuando está, literalmente, en tu bolsillo.
¿Recuerdas la última vez que viviste algo
sin pensar en cómo se vería desde afuera?
¿La última vez que lloraste sin convertirlo
en un espectáculo de empatía reciclada?
No lo recuerdas,
porque en tu mundo
el momento solo vale
si puede ser observado.
La consecuencia no es un feed saturado.
Es la distancia.
Es mirar alrededor en el funeral de tu padre
y darte cuenta de que estás más preocupado
por el encuadre del ataúd en el ojo de la cámara
que por el vacío de su ausencia.
Es la soledad de una casa llena de pantallas,
cada una reflejando
a una persona que ya no reconoces.
Algún día,
el contenido que tanto amas
te consumirá.
No quedará nada por filmar,
nada por compartir,
porque habrás desgastado cada recuerdo,
desmenuzado cada vínculo
hasta que no haya vida,
solo bytes,
etiquetas,
y un último post
que nadie tendrá tiempo de leer.