En el madero, colgando, el alma en pena,
un hombre a otro, en su final, cuestiona,
sobre el temor divino y su corona,
en el ocaso de una vida llena.
\"¿Acaso no le tienes temor a Dios?\",
pregunta el uno, con su fe desnuda,
al Hijo del Hombre, cuya luz no duda,
en el umbral del fin, sin voz ni adiós.
Era judío, sí, de la antigua estirpe,
que a un solo Dios, en el cielo, adscribe,
más otros muchos dioses, la gente oran.
Y aunque Jesús a Israel se dirigía,
a este hombre, la esperanza no le huía,
creyendo en la resurrección que mora.
Porque a los muertos, Dios prometió vida,
y este ladrón, en su fe decidida,
ve en Jesús, rey futuro, su esperanza.
Quizás sabía, por su sangre hebrea,
que Jehová a su Hijo no le negaría,
la gloria eterna, tras la muerte fea.
Y en su arrepentimiento, ve el Paraíso,
no en cielos lejanos, sino en suelo preciso,
un jardín terrenal, de Adán reminiscencia.
Así, en su último aliento, busca clemencia,
esperando en la tierra, un nuevo inicio,
tras el velo mortal, hallar el edén perdido.
En Lucas se narra, con palabras claras,
la promesa de un jardín, que a la tierra amarras,
donde el hombre y la divinidad se abrazan.
Y este hombre, junto a Jesús colgado,
en su fe y su temor, bien arraigado,
espera en la muerte, la vida que renace.
Así, en el madero, dos destinos se cruzan,
uno, en su fin, al otro interpela,
sobre el temor a Dios, que todo consuela,
en el último acto, que a la eternidad nos empuja.