Imagino mi muerte como un gran dilema:
tus manos en mi rostro,
intentando arrancar una mirada
que vuelva a sonreír.
Unas lágrimas que jamás vi en ti
de esa manera,
gritan una letanía de rencores,
culpas,
rabia.
Otra vez.
Tus manos en mi rostro,
un silencio que se sostiene,
palmaditas en la mejilla:
—Despierta, anda despierta—.
Corres por la habitación,
esperando que las paredes te frenen.
Saltas, gritas,
para que el piso hiera
la planta de tus pies.
Las uñas rasgan,
penetran el escenario,
tu piel se deshace en jirones.
Otra vez.
Te tiendes desnuda sobre mi cuerpo,
abrazos como ciclones,
tu cadera martilla el vacío,
tus besos inspeccionan lo corporal y más.
Vigías en las esquinas de este cuarto,
te encoges de hombros
desde los rincones.
El silencio se posa
como una sombra inevitable.
Otra vez.
Vuelves a mí como siempre:
—No te vayas, regresa—.
Mi vida,
ya hace tiempo que no estoy aquí.