El que le muestra compasión al necesitado le hace un préstamo a Jehová.
En el tejido de la humanidad, cada hilo de bondad entrelaza corazones,
tejiendo mantos de consuelo en los fríos abismos de la necesidad.
Cada acto de compasión, un préstamo celestial, una inversión de eternidad,
donde el interés se acumula en sonrisas y la moneda es la amabilidad.
Los sabios ancianos, guardianes de la fraternidad, indagan con cuidado,
descubriendo necesidades ocultas, aliviando el peso de la adversidad.
Preguntan con tacto, escuchan con el corazón, ofrecen su mano extendida,
en un mundo donde a veces la esperanza parece una rareza, una curiosidad.
Los alimentos y las medicinas, necesidades tan básicas como el aire,
se convierten en ofrendas de amor en manos de quienes desean ayudar.
Y en la incertidumbre de la vida, donde el empleo y el hogar pueden desvanecerse,
los ancianos se convierten en faros de esperanza, en guías para navegar.
El Gobierno ofrece ayudas, pero a veces se necesita una mano para alcanzarlas,
una mano que guíe a través del laberinto burocrático, una mano que no tiemble.
Es la mano de un hermano, de un amigo, de un anciano, que no se cansa,
que no busca recompensa, sino que encuentra gozo en el acto de dar, tan simple.
Jehová, el Gran Oyente, nos insta a ser reflejos de su amor infinito,
a animar, a ayudar, a ser el bálsamo en la herida, el abrazo en la soledad.
Pequeños gestos, como tarjetas hechas por niños o dibujos coloreados con cariño,
pueden ser faros de luz en la oscuridad, pueden ser el inicio de la felicidad.
Los jóvenes, con su vigor, pueden ser los mensajeros de la solidaridad,
haciendo mandados, comprando lo necesario, siendo los pies cuando otros no pueden andar.
Y aquellos que cocinan con amor, preparando comidas para los enfermos,
son chefs de la compasión, alimentando cuerpos y almas, sin cesar.
Las notas de agradecimiento, escritas con gratitud sincera,
son tesoros para los ancianos, que en tiempos de epidemia, se desviven por cuidar.
Son recordatorios de que su labor no pasa desapercibida, de que su sacrificio vale la pena,
son palabras que pueden levantar el espíritu, que pueden inspirar.
Así, en este tapiz de existencia, donde cada uno puede ser artífice de alegría,
sigamos el consejo bíblico, animándonos, edificándonos, sin descansar.
Porque en cada acto de bondad, en cada palabra de aliento, en cada gesto de simpatía,
estamos construyendo algo mejor, estamos edificándonos al amar.