Sirve la poesía, como la tierra
para sembrar semillas del latido
para esculpir el alma que se aferra
al tiempo breve y al dolor vivido.
Es la voz que se alza en la tormenta
un faro en mares de melancolía,
es fuego lento que jamás se ausenta
luz de las sombras que nos guía.
Sirve para atrapar lo que se escapa
para nombrar lo innombrable y callado
para vestir con letras lo que tapa
el corazón herido o exaltado.
Es la antología del ser profundo
del sueño, del amor, de la batalla
es testimonio eterno de este mundo
y del alma que nunca se desmaya.
Sirve para vivir lo que no puede
para cantar la vida que transcurre
y en su refugio, el corazón sucede
porque en la poesía, el alma discurre.
Decía José Manuel Caballero Bonald que «la poesía sirve para enriquecer la sensibilidad del lector». Parece una verdad de Perogrullo, pero tras su aparente obviedad subyace un complejo presupuesto. Recordemos que Aristóteles le atribuía dos prerrogativas a aquella: profundidad y carácter filosófico, y que Voltaire resaltaba el hecho de que dijera «más y en menos palabras que la prosa». Por consiguiente, pareciera que la poesía tuviera, entre otras, una utilidad ontológica y metafísica, pues define el ser y responde a sus cuestiones liminares.
En otras palabras, la poesía compromete la experiencia radical de la naturaleza existencial del ser humano.