Después de un largo recorrido por no sé dónde, llegó a una verde y arbolada colina, detrás de la cual había un pueblito casi escondido.
Un poco más allá, un hermoso lago de aguas cristalinas. Se detuvo y se acercó a una especie de playa de arena fina y blanca.
De estatura bastante baja y pies bastante grandes, había huido de su casa cansado de las constantes burlas disfrazadas de bromas de sus compañeros y hasta de alguno de sus familiares.
Se hizo de noche y buscó refugio bajo los árboles, y allí pernoctó sumiéndose en un profundo sueño.
Al día siguiente, el intenso sol y la suave brisa, lo animaron a realizar el conjuro. Adentrándose en el agua invocó a los espíritus de la compasión y estos le concedieron una estatura aceptable, tanto que, sus ropas se amoldaron a la nueva presencia, mientras su calzado no sufrió modificación alguna ya que conservaba perfecta proporción con el resto.
Se dirigió al pequeño pueblo, y sus habitantes, muy huraños debido a su lejanía con el resto de la humanidad, lo recibieron con cierta reserva, a pesar de reconocer en él a un joven amable, de apariencia pulcra y esbelta, pero era tanta su costumbre de silencio y aislamiento, que prácticamente tampoco se trataban demasiado entre sí.
Una pareja de ancianos, un poco más civilizados, se acercó a conversar con él y pasado un rato, le ofrecieron entrar a su casa y un vaso de agua fresca.
Entre otras cosas, le preguntaron el motivo de su llegada a un lugar como ese, casi desconocido, y él manifestó que su deseo de conocer otras realidades, y habiendo salido sin rumbo, lo habían llevado hasta allí.
Los ancianos le contaron que les recordaba a su hijo, quien casi por los mismos motivos se había ido de allí hacía mucho tiempo, por eso, cuando manifestó su intención de quedarse, estos le ofrecieron el cuarto que había quedado vacío, y él lo aceptó con gusto.
De a poco, fue conociendo al resto de los pobladores, ya que, de vez en cuando se reunían para ajustar las pautas de convivencia e intercambiar productos. Cada uno tenía distintos oficios que de generación en generación fueron aprendiendo con el fin de autoabastecerse.
El anciano de la casa donde ahora vivía era carpintero, también había granjeros, sembradores, criadores de animales, curanderos...
Decidió quedarse y con el tiempo, se ganó la confianza de todos, aprendiendo de todos lo que le pudieran enseñar y fue el motivo por el cual renació en los habitantes las ganas de ser cooperativos, se dieron cuenta de que todos tenían algo para aportar, que cada uno tenía una habilidad que los demás no y comenzaron a mejorar sus relaciones e intercambios. Se convirtieron en personas solidarias, alegres por sentirse valorados y poder compartirlo.
Se convirtieron en una gran comunidad.
También Gabriel aprendió a valorarse y darse cuenta de que, sin importar cuál fuera su aspecto, tenía mucho para dar.
Pasaron muchos años, el anciano enfermó y su esposa lo comunicó a su hijo y lo mantenía al tanto de las novedades. Nunca se presentó.
Sintió que quería acompañarlos, se habían convertido en familia.
Ella se fue al poco tiempo que falleció su esposo, su corazón no resistió la falta de su amor en la partida.
Gabriel quedó viviendo en la casa.
Un día, llegó un peregrino en quien casi se reconoció como cuando llegó muchos años atrás.
Lo recibieron amablemente y le ofreció el cuarto vacío.
Fue como si la historia comenzara nuevamente.
Finalmente, sintiendo al ahora su pueblo en buenas y jóvenes manos, decidió buscar nuevos aprendizajes.
Se despidió y fue un momento de mucha gratitud y un poco de tristeza.
Fue hasta el borde de la colina. Como se hacía de noche, descansó bajo los árboles.
Al día siguiente se internó en el lago, y agradeció a los espíritus por tanto recibido.
Emprendió su caminata, hacía mucho calor y de pronto comenzó a sentir su ropa más holgada, no así sus zapatos.
Los recuerdos se amontonaron en su cabeza y en su corazón. Se sintió feliz, mas no pudo evitar cierta inquietud.
“¿Habrá sucedido lo mismo en mi pueblo?”
Miriam Venezia
04/10/24